miércoles, 4 de febrero de 2015

El mar en la poesía: Darwin Rodríquez Suazo



Continuamos con las y los escritores antologados en el "Cuaderno de Viaje de La Bahía de La Concepción" y que participaron en la Mesa Redonda del Seminario sobre la Bahía en la Universidad de Concepción.

Presentamos a Darwin Rodríguez Suazo, escritor, estudiante de sociología y editor de Al Aire Libro editorial de Tomé. Ha publicado con esta editorial el libro "Timbira", en el año 2013.




A Ellos, a Ellas


Por qué dedico esta cosa a los hombres y mujeres muertos en el fragor del vino, que son puros huesos, ay de nosotros. Tal vez por ese tiempo grisáceo, donde nadie recuerda una hebra de sol librándose entre las hojas, ese tiempo sin trabajo, sin certezas, tiempo de allanamientos, de masacres, de despojo descomunal ominoso y perverso. Esos días que cierran las fábricas, ustedes saben, y el vino ampara a los desposeídos. Y lo hace desde su poder onírico, transfigurando las desgracias, la desidia, emergiendo una vida cansina, un cojeo del pueblo entero que no sabe de horizontes, que no es capaz de ver más allá de la sombra de sus propias pestañas sobre sus ojos. Una miopía exacerbada por el gris inacabable, de un millón de días, aplastante, como una neblina que mueve pequeñas agujas que al final dan sed y más sed y nada más que sed. Ese tiempo los enclaustró, a ellos, a ellas, en los abismos astrales y ancestrales de la apatía. Y salvo Pisan, nadie dijo nada. Nadie advirtió lo nuevo de la situación, la pesadumbre, la agonía. Pareció venir desde atrás, muy atrás, desde la antiguedad primigenia, que nunca nació, o nació antigua y por eso no se nota sino hasta que las propias moscas ennegrecen la ya negra atmosfera de golpes, llantos, de nuestra consagrada capacidad de captar el fondo de los vasos y ver allí nuestras familias en llamas.

El vino fue redención y fue esperanza. Fue fecundo. Enaltecidos quienes oyeron y dijeron "carnaval" dentro de cualquier bodega. Ellos no mentían. Ellas seguían aquí. El carnaval eran ellos en cada traqueteo de güergüeros, en todos y cada uno de los vasos limpiados por un paño viejo, la cosa más pobremente estoica, estacionaria, inevitablemente infertil. Y el carnaval ocurría. Masticaban vino, meaban vino, mutilaban vino, el vino maldito los hizo danzar el carnaval inefable del trasfondo de los cerebros conservados en vino rojo. Soñaban vino. Soñaban un tonel inmenso que todos limpiaban con escobas. Estrujaban las escobas en sus bocas y sudaban el vino llenando el tonel otra vez, otra vez, otra vez. Soñaban trabajando en la fábrica. El estruendo se oye y la fábrica se llena de vino espeso que parece sangre. Pero no se ahogan. Siguen trabajando flotando en el vino. Dando bocaradas cada tanto. Moviéndose l e n t o s. Inhumanos, con los ojos profundamente blancos.

Si tuviera que elegir un tiempo para morir. No elegiría ese. Cada día debemos reclinar nuestra cabezas y dar gracias a ellos, a ellas, que soportaron sobre sus cuerpos ese tiempo aciago. Que supieron sostener la eternidad. Fueron como campesinos medievales. Un millón de años empujando la carreta. Un millón de años labrando la ceniza y el polvo. Un millón de años creyendo que el magma de la tierra era vino hirviendo y que su vapor emanando del suelo era cuanto Dios podía darles. Porque hasta él parecía estar falto de hálito. Consumido en el sopor de la borrachera, dando la venia con su mano regordeta a los alacranes que ni siquiera hacían el esfuerzo de ocultar sus corvos goteando sangre.

Cada día debemos recordar un par de pies gangrenosos. Llenos de óxido de tren abandonado. Yo conocí una vez un par de pies gangrenosos. Habían sido pies de arquero de fútbol. Habían volado y de pronto se anclaron al suelo. Alguien apareció y los clavó. Y les roció vino y únicamente el vino podía moverlos. Eso es una maldición y el maldito no es culpable.

No nos olvidemos de ellos, de ellas. Que repetían día tras día la pena de lavarse la cara y no verse en ningún espejo. Inclusive los rostros de las monedas eludian, pues eran más expresivos que los suyos, ¡cómo juzgarles! ¡cómo condenar un espíritu enfermizo! ¡unos pies gangrenosos que sostenían apenas una sombra. Que soñaban y veían el propio cuerpo que duerme!

-¿Y cómo lo aguantas?

-A la manera Collins, tío. Fantasía y Vino.

Quizás así habría respondido Pisan. Parafraseando a quién sabe quién. Pero nadie le preguntó. Y se mató. Y en su tumba y en la tumba de todos ellos, y ellas, habría escrito Kazantzakis:

"El nombre de este hermoso jóven

estaba escrito en la nieve;

al salir el sol, la nieve se derritió

y arrastró el nombre sobre las aguas."



2 comentarios:

  1. Una pequeña aclaración, para que nadie se sienta estafado: debiera decir estudiante de sociología

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