sábado, 14 de febrero de 2015

El mar en la poesía: Alejandra Ziebretch



Dejamos con ustedes la ponencia de Alejandra Ziebretch en la mesa redonda de poetas del Seminario de la Bahía de Concepción, realizado en enero de 2015, en la Universidad de Concepción. 

Destacada poeta de Talcahuano, ha publicado "El sueño" (2009); "Florilegio" (poetas antimperialistas de América) (2003); "El juego del condenado" (2001); "Nochedumbre" (2000); "Diario de infancia" (1999); "A través del espejo" (1999); "Enrompecaída" (1996); "Dos poetas" (19994).









Hay, en la poesía, como tantos y tantas poetas lo han mencionado, la connotación elemental y primaria de la mirada que otea el mundo que circunda al/a la poeta, ese es también mi caso. Pero esta mirada sobre el territorio es una mirada que muta constantemente, conforme se transforma, en lo profundo, el ser que observa. En mi poesía, esta resonancia y repercusión del paisaje ha sido fundamental. Por una parte está el imperio de sensaciones que registro y por otra, lo que esas mismas sensaciones causan más tarde en mi interior, en mi “ser” poético, el lugar que ellas ocuparán, la forma como se disponen en el discurso poético, las prioridades que ellas adquieren, conforme transcurre y se manifiesta la urgencia del mensaje, la potencia del sentimiento que, como impulso irresistible se instala en mí. Un gran poeta chileno ha dicho: “ningún lugar está aquí o está ahí/ todo lugar es superpuesto en el espacio, todo lugar es proyectado desde dentro”. Debo decir entonces, que mi poesía es la simbiosis de ambos estados. Por una parte está el deslumbramiento ante el flujo inmenso y desmesurado del paisaje del que he vivido rodeada, lleno de inmensas corrientes marítimas que calan, sin duda alguna, en quien observa, en quien intenta ponerle palabras a esta enormidad que se nutre también de mí, pleno de deseo, de invitación y de peligro. Y está también un paisaje con estrías, con derrumbes, una ciudad que enuncia, irredenta, descaradamente, su decadencia; la pérdida de parte de esa identidad que es también la mía, y que me conformó como sujeta. Y es ahí donde la palabra poética es deseo, el deseo irreprimible de intentar recobrar un lugar que ya no es, que tiene todo para ser, pero que ha perdido los espacios y las personas que conformaron mi mundo más codiciado: el de la adolescencia, cuando las calles también las consideraba como una extensión de mi hogar y de mi misma, cuando los rostros eran tan predecibles en ciertos lugares y horas, cuando habitaba un territorio que estaba cargado de cosas que tenían que ver conmigo, que eran una prolongación de mí. Ahí mismo se instaló mi primer libro de poemas. Me convertí en un lente sobre la ciudad, en un registro donde casi no era necesario esgrimir mi presencia ni mi propia voz, porque el poema era la voz de una ciudad en la que “también”, estaba la poesía como una habitante más de esa, mi casa.

Así, puedo decir que mi poesía es un paisaje que se extiende y toca, aquí y allá, un tramo de la herida y del deseo. La herida de las transformaciones, de la pérdida, de la nostalgia por todo cuanto ya no está en mí ni en la ciudad o viceversa. Me doy a la tarea de la contemplación de este espectáculo de ver morir a las cosas o la brutal desaparición de ellas. Mi poesía es una bitácora de la catástrofe en medio del latido profundo que anuncia esa maldita costumbre de transformación que tienen todas las cosas a mis ojos, y que más tarde intentará definir la desolación de eso mismo, la pérdida de la ciudad como cobijo. Sin embargo, está palabra que se nutre de una incesante observación del paso de la vida, también es irrenunciable ante la fuerza imperiosa de los sentidos y todas sus posibilidades: el trayecto del dolor al goce en una geografía marítima, por ejemplo, porque el mar, como el deseo, son impulsos dentro de la que escribe, impulsos de vida, porque todo acá se recoge y parece que ya lo perdimos, pero es lo único que siempre vuelve con su ímpetu imperturbable, en su vaivén infinito, como el deseo mismo. Mar y deseo, regeneración perpetua, impulso para la voyerista incansable. Por otra parte está el clima, la neblina aterradora que cubre la ciudad en otoño y la vuelve imprecisa, deforme, amenazante, casi inaprensible, como es a veces el proceso creativo. En este pavor de perdernos, se sitúa otra arista de mi poesía, en los seres que son arrancados de lo predecible a lo incierto, donde el entorno es entonces y nuevamente para mí, un símil de la vida, donde los hombres y mujeres se abrazan por el miedo a la tempestad que vendrá y al delirio de lo inabarcable, de lo difuso, de nuestras propias confusiones. Y las noches con su deliro y su pobreza, con su goce transitorio, con sus putas y sus niños mendicantes, con sus delirios y sus marineros de paso, como flash back que apenas logro asir con las palabras. Aquí la escritura es desde el subsuelo, desde la cara trasnochada de una ciudad donde se transan los bienes carnales, donde escribir es un intento apenas por abarcar el todo. El lugar que habito está poblado de mis palabras y es mi refugio, quizás el único que cuente al final de los días, el que cargo aun sin estar en él, y al que siempre vuelvo como al lecho apreciado en el que yacemos para dormir o llorar o hacer el amor. 

Mis palabras son salinas y ásperas como las manos de las mariscadoras y ardientes e impertinentes a ratos como los lobos marinos que nos salen al encuentro en plena avenida. Son tristes como los cementerios sin cuerpos, como la depredación del paisaje, desoladas como territorio devastado por un terremoto, como barco sediento en medio de la plaza pública. Desarmadas como árbol cortado, incomprensibles como avenidas de palmeras tropicales amarillentas en un puerto. Sin certeza como los techos de las casitas en los cerros o la sobrevivencia de una puta inmigrante en las calles, congelada de frío y de tristeza. Como el convite del cuerpo que no entiende qué es el goce, que no sabe sino albergar hijos para que multipliquen la pobreza. Como ser pobre en los cerros, oteando un horizonte que nada significa para una madre. Como dar los primeros pasos en una lanchita pequeña y luego creerse amo del mar y desaparecer creyéndolo, entre el alcohol y la esperanza. Ese es el cuerpo poético, y siempre político que construyo, en la soledad de una habitación, o de la casa más oculta que es la poesía, donde siempre, siempre, la vida lleva y trae su fluir desde la memoria a la página, desbordante y nocturna, como las mareas.

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